El espejo y el Katana son dos de los atributos imperiales de Japón.
Están íntimamente ligados al rito shintoísta, y por ello, a la más pura tradición nipona.
También en la filosofía Zen ambos elementos tienen un valor simbólico fundamental.
Cuanto más pulido esté el espejo más fielmente reflejará la realidad.
Así se alude al arduo trabajo espiritual necesario para librarse de las ilusiones (bonno) que distorsionan nuestra visión de la realidad inmutable (dharma).
Pasé varias noches puliendo mi Katana para lograr ese ansiado “brillo espejo”.
Recuerdo la emoción que me provocó descubrir por primera vez mi reflejo en su tenaz hoja.
Sorprendido en mi ingenuidad, sentí que estaba reanimando una experiencia arcaica.
Como si al regar la tierra, una semilla sembrada en época remota finalmente brotara aquí y ahora. De alguna manera me uní con los guerreros de antaño en el fascinante sentimiento de fundirse en el Katana y en la percepción del arma como alma misma. Esa vivencia me marcó a fuego y forjó definitivamente la hermandad con mi sable.
Lamentablemente las sensaciones tienen escaso valor en el mundo actual: ciencia y tecnología o barbarie... Nada es real ni válido si no se somete a la soberana razón!
Así que mi obediente mente se dedicó por un tiempo a la miserable tarea de refutar lo vivido.
Pensaba: los hombres, como primitivos animales visuales, somos víctimas del hechizo que provocan las imágenes. Habré cedido a la fascinación…
Pensaba: fui seducido por la ambición de trascendencia. Mi mente, esa despiadada máquina rotuladora, debió embrujarme con el deseo de encontrar al fin mi esencia, la marca individual que me separa del todo…
Pensaba, solo pensaba…
Es cómodo pensar, todos tenemos mucha práctica en eso.
Me llevó mucho tiempo procesar todo lo vivido, todo lo sentido, todo lo pensado.
Cuanto más conveniente hubiera sido negar todo que aceptar que esa experiencia verdaderamente existió. Y fue muy “real”, pero no de la forma ordinaria, sino como parte de una verdad inaccesible a la razón, mística por definición. Tan concreta en ese plano, como ajena al déspota realismo científico, para el cual solo representa un espejismo.
Es cierto, si nos limitamos a mirar, el reflejo solo puede mostrarnos como seres incompletos. Vemos formas encerradas en contornos restrictivos, figuras caprichosas que no se corresponden con nuestra inconmensurable naturaleza espiritual. Cuando nos miramos en un espejo deseando hallar nuestra verdadera esencia solo vemos nuestro reflejo, nuestra imagen, nuestra corteza, nuestra cáscara. No vemos nuestro verdadero yo. Por eso la doctrina Zen advierte con su paradójica genialidad: “el reflejo soy yo, pero yo no soy el reflejo”.
Es difícil asumir nuestra condición espiritual, tan atemporal, ilimitada y etérea como invisible. Sigue abierta la herida de Narciso que no puede captar su esencia al verse reflejado. Como fracasa también la razón en entender la existencia sin esencia (ku).
Finalmente acepté esa sinrazón que había vivido, como una experiencia codificada de manera singular, hablada en su propia lengua. Aprovechando que mi mente ignoraba por completo este lenguaje alternativo, le di un descanso obligado. Muerta la mente, se acaba la duda… ya no dudaba!
Me invadió nuevamente esa sensación, tan genuina como recordaba mi cuerpo. Volví a sentir el reflejo: era intangible como el alma y mudo como roca, pero en su idioma me enseñaba como un generoso maestro. Deslumbrante como Amaterasu me cegó para que pudiera ver más allá de mis ojos.
Hoy creo que el Katana nos puede mostrar mucho más que el reflejo de una imagen.
Solo es necesario estar dispuestos a sentir, atentos a escuchar el llamado en alguna lengua inaudita. Cuando tenemos el valor para asumir la naturaleza irracional de nuestra existencia y nos libramos de las categorías de la mente, podemos descubrir que somos uno solo y a la vez todo: cuerpo, reflejo, Katana, espíritu!
Shugyo