Misogi Dojo de Aikido

Me pongo el keiko, me saco el ego.


Un aspecto que siempre me resulta poderosamente influyente en mi práctica de artes marciales es el rol que cumple mi ego, la conciencia de mi propio ser y de mi existencia, en mi estudio de artes marciales. Es interesante como este juega a favor cuando imprime mi personalidad en la técnica, generando mi estilo particular de expresión en el arte marcial, y cuando me permite comunicarme e interactuar positivamente con el ambiente y mis compañeros de práctica. Igualmente interesante es la situación contraria, que se da cuando la parte negativa de mi propio ser se presenta, generando un sinfín de escollos en el camino de crecimiento que implica el Budo; tropiezos necesarios de los que es fundamental aprender, y una vez identificados, esforzarse por modificar. El peligro es repetirlos perpetuamente, por distintas y variadas razones, que pienso están relacionadas al tipo de relación que mantenemos con nuestro ego. Esto indefectiblemente repercutirá en nuestra evolución como artistas marciales, y sólo nos permitirá desarrollarnos parcialmente como tales.

El ego es una voz que nos recuerda quiénes somos y de dónde venimos, es por ende una fuente de identidad, de autoestima y un recurso constante de orientación: es la voz, el eco que produce en nuestra propia mente cuando repercute en ella, y el sonido que percibimos.

El ego nos pone en situación, nos ubica en contexto, nos concientiza en tiempo y espacio. Y sin embargo, es una voz que puede comprometer nuestra propia evolución en el camino de las artes marciales, cuando su sonido no nos deja escuchar las voces de quienes se encuentran en nuestro alrededor. La voz se transforma así en un grito y en un ruido que nos deja sordos, incapacitándonos de recibir la voz del resto. En un contexto como el que acabo de ilustrar, sólo somos capaces de escuchar nuestra propia voz.

Este egocentrismo no nos permite trascender nuestra propia identidad, que termina por erigirse como el norte de nuestro accionar todo: satisfacer al propio ego se convierte en la razón primera. Así, nuestro Yo se torna el centro del universo, el sol del sistema solar humano, y de pronto parece que todo gira alrededor nuestro y que todo de alguna manera depende de nuestro rol o está bajo nuestro dominio. Para explicar otra cosa, cualquier cosa, deberemos siempre ponernos en primer lugar. Precisamente, en el dojo, parece que el resto de los elementos giran alrededor nuestro: la gente, la actividad, el entrenamiento. Cada elemento conforma una órbita y cada órbita dibuja un círculo más cercano o lejano a nuestro propio ego, a la estrella solar.

Pero no hay ego porque no hay sistema solar. El sistema solar es una definición arbitraria de una zona parcial en un espacio infinito… pero ¿cómo medir eso inconmensurable que llamamos Universo/Aiki?

Aikido y Budo implican acoplarse al universo, y no al sistema solar, al todo y no a lo parcial. Aiki como concepto trasciende el conocimiento empírico y nos enfrenta al origen infinito de nuestra propia existencia natural, que es fuente de creación. La práctica del Aikido y del Budo justamente implica, en determinado estadio del camino marcial, trascender esa propia identidad personal y social, para hacernos parte de algo inconmensurable, innominado, al que humildemente, y en un intento por comunicarlo, nos referimos como Aiki.

Por supuesto, ya que cada uno llega al dojo con una historia personal distinta (creencias, religión, experiencias, psicología, autoestima, valores, etc.) no es factible pedirle a cada uno que al unísono alcance el mismo nivel de liberación personal. Cada paso en este sentido es en sí mismo un gran avance, pero por supuesto, no hay cambios irreflexivos, súbitos ni radicales en cuestiones tan complejas como la propia conciencia y su constitución. Sin embargo, es importante tener en cuenta que el objetivo final del camino del aikido es inmaterial y elevado, y que una vez en el camino del Aiki todo paso tiene que ser dado para acercarnos a ese ente absoluto que le da sustento a cada uno de los centímetros que recorremos. Toda acción contraria nos devuelve a nuestro ego original, a la línea de partida, y nos ofrece refugio en ese lugar cómodo y familiar, en ese trono desde el que desearíamos gobernar el destino de nuestro séquito. Somos de nuevo el sol.

Aiki aplicado: una cuestión tangible

Pero más allá de todo sentido metafísico, este trabajo de liberación personal es primordial y excluyente para trabajar con el Aiki. En otras disciplinas marciales y deportes de combate se prima el contacto físico, de mayor o menor contacto y violencia, y por ende se entrenan los músculos, los huesos y todo elemento que sea necesario para que el contacto físico no sea doloroso, y para que nuestro propio cuerpo esté a la altura de tan extenuante labor y salga airoso de ella. Pero en esos casos el concepto Aiki no es primordial, no existe como elemento excluyente, como principio que gobierna el accionar de los practicantes.

En el Aikido y en otras formas de Budo, la situación es distinta: no se hace énfasis en el contacto físico violento, sino que se trata de interactuar con el rival, redirigiendo su ataque a través del Aiki. Esta idea es simple pero no tan simple es asimilarla. Nosotros estamos transitando el camino de Aiki, el sendero de la energía universal, somos pinceles dibujando formas circulares sobre un canvas infinito donde ese movimiento primario se manifiesta, en una forma de arte marcial en este caso.

Por eso, no podemos considerarnos Aikidokas, caminantes del Aiki, si no estamos cultivando esa verdad y si en cambio, al momento de practicar, enfatizamos el empleo de la fuerza muscular. En Aikido, el movimiento del cuerpo debe ser entendido como secundario al empleo del Aiki, que es el motor primario. Pero el cuerpo no es causa de movimiento: su participación es, al contrario, funcional e instrumental al Aiki.

Por eso, en un arte marcial como el Aikido, valerse de la faceta física no es central, ya que en ese caso estamos haciendo énfasis en la materia pero no en el contenido. El ego nos ofrece su herramienta más conocida, el cuerpo, y nos encontramos de nuevo midiendo nuestro ego con el del uke, evaluando nuestra hombría. No obstante, lo que le da sustancia al Aikido no es la materia, el cuerpo humano, el ego, sino lo etéreo, los principios naturales. En Aikido no realizamos ningún trabajo especial para fortalecer nuestros puños, para endurecer los nudillos, para golpear más velozmente, para patear mejor. Tampoco nos preparamos para recibir golpes contundentes. Entonces, ¿por qué practicar un Aikido basado en elementos que no son propios de este arte marcial y no cultivar en cambio aquellos que sí le son basamentales? La actitud mental es errada: aunque estemos parados en el tatami vistiendo keiko y luzcamos como budokas, en nuestro interior todavía vive un boxeador, la concepción occidental del combate es la hegemónica en nuestro pensamiento. Esperamos el ataque del uke y al momento de defendernos -y debido a que por una regla caprichosa no podemos utilizar nuestros poderosos jabs, cross y uppercuts-, en nuestra desesperación por no poder expresarnos boxísticamente modificamos la técnica haciéndola lo más parecida posible a lo que aprendimos en la clase de Aikido, pero imprimiéndole la fuerza física que no podemos desechar, ya que la consideramos nuestra causa de fortaleza; fuerza muscular que justamente representa un escollo en la dinámica del Aikido. En este contexto, un Irimi-nage representa algo como así como un golpe de puño trunco, una técnica de boxeo malograda.

Mi hipótesis es que donde no hay aiki, el ego complementa el vacío con fuerza muscular. Antes de perder una contienda, es mejor ganarla aunque sea sin Aiki, valiéndose del músculo y del físico. El ego se sentirá mejor defendido y más estable, aunque el medio empleado no sea fiel a los principios del Aikido. Llamemos a este estilo “Ego-do”.

El problema en ese caso es que nos valemos sólo de nuestra fuerza física, y para triunfar necesitamos que el adversario sea más débil que nosotros. En cualquier otro caso, la fuerza física no ayudará demasiado. Asimismo, siendo que el Aikido no cultiva específicamente ninguna forma de fortalecimiento muscular o físico (aunque sí fomenta la salud física, la correcta postura espinal, cierta elasticidad y una tonalidad muscular acorde a las necesidades de la disciplina) estaremos utilizando una herramienta errada y muy poco entrenada. Por otra parte, cuando utilizamos fuerza física estamos echando a tierra todos los principios del Aikido. Por ende, nos adentramos a un lugar peligroso, en donde nos encontramos solos y a merced de lo que podamos lograr en base a nuestra propia fuerza muscular, sentido común, suerte, pero sin ninguna red de contención. Nos encontramos a la merced de nuestro ego, de lo que pensamos que podemos hacer por nosotros mismos. Pero esas no son tierras de Aikido. Lejos de la liberación personal, se levanta la cárcel del ego.

No mente

En el ambiente del tatami, cuánto más ego haya en uno, más fuerte será la necesidad de controlar al uke, de someterlo, de no dejarlo expresarse, porque es nuestro propio ego el que está en peligro al momento del contacto físico y porque el accionar del uke es para nosotros un misterio. Al no haber comunicación, química, entre nage y uke, la mejor opción es imponerse. Y este es un proceso puramente psicológico, un mecanismo de autodefensa: ya que el ego es nuestra conciencia de identidad, y por ende quiere resguardarse, quiere reafirmarse e imponerse, el desafío a nuestro propio ego implica la grave posibilidad de que nuestra propia auto-percepción sea incorrecta, de que podamos perder nuestro rol en el mundo y que al final debamos enfrentarnos a la realidad menos deseada, aquella que nos demuestra que no somos ni tan fuertes, ni tan idóneos, ni tan expertos, ni tan valientes como creíamos. El error es probablemente hacer énfasis en elementos ajenos al Aikido, el error es escuchar demasiado la voz de nuestro ego.

Aikido es Tao, es Shinto, es Zen

Aikido es un témpano flotando en un océano de espiritualidad: la técnica marcial es solamente la punta del iceberg de todo un sistema de pensamiento que tiene raíces profundas en la tradición filosófica y religiosa oriental. Cuanto más buceamos en esas aguas y cuanto más profundo nos sumergimos, acercándonos a su parte menos explorada, es cuando más comprendemos la parte visible del arte. Como dijo El Principito, “lo esencial es invisible a los ojos”… y esta verdad es también aplicable a la experiencia del Aikido, donde la técnica por sí misma, aunque ilustrativa, puede representar una mera ilusión y ser entendida como fundamento cuando en realidad no lo es.

Bucear y explorar las profundidades del Aiki implica descentralizar nuestro entendimiento del Aikido y sumar nuevos factores, estudiando sus principios espirituales y filosóficos. Satori, la iluminación, no es una faceta mitológica y paranormal del aikido, sino una realidad fundamental de su existencia, que le da flotación al iceberg. Podemos elegir o no comprometernos con el Satori, pero en ningún caso podemos negarlo. Porque cuando entrenamos Aikido estamos sirviendo a algo superior a nosotros mismos, a algo que está por afuera de nosotros, que nos trasciende. Entender esa primera verdad es fundamental para acallar la voz del ego, reubicándolo y sacándolo del centro del escenario. No entrenamos para nosotros mismos: ofrecemos nuestro entrenamiento y nuestro estudio en ofrenda.

Por eso desde el inicio de la clase, cuando en genuflexión saludamos al Kamiza, a O’sensei y a Miyazawa sensei en nuestro caso, debemos sumergirnos hacia las profundidades del Aiki en búsqueda de la correcta actitud, de una postura mental menos egocéntrica y más por afuera de nosotros mismos. Cuanto menos ego haya, asimilaremos mejor las correcciones propuestas, las recibiremos con humildad; cuanto menos se involucre el ego surgirán menos sentimientos negativos, entrenaremos la tolerancia, más enfocados, sin la molesta presencia de pensamientos divergentes.

Rivalidades, faltas de respeto, prepotencias, son todas expresiones de nuestro ego temeroso, de nuestra falta de seguridad personal y de nuestra necesidad de mantenernos vigentes en nuestro rol más previsible. Que la reverencia al Kamiza y a nuestros antecesores no sea un mero acto folclórico: vivámosla con intensidad.



Así como para entrenar dejamos nuestra indumentaria de calle y calzado en el vestuario, así como descalzos entramos a tatami, vistiendo el blanco keikogi que representa pureza y vacío, en una forma de desnudez simbólica, dejemos también nuestro ego afuera del tatami, colgado de una percha junto al resto de nuestras pertenencias. Animémonos así a interactuar con nuestros compañeros de práctica, a tomar las enseñanzas y a desarrollar el entrenamiento sin ser completamente los mismos que somos antes de cruzar las puertas del dojo, con el desafío renovado clase tras clase de mejorar aquello que no nos permite caminar la Gran Senda a buen paso, y potenciando los aspectos que en cambio son edificantes. Es un ejercicio constante que a largo plazo puede generar transformaciones significativas en nuestra forma de vivir el Budo, y cuyos resultados trascenderán el tatami holgadamente. Por eso, pongámonos en keiko, saquémonos el ego. Y a través de ese gesto actuemos más como seres humanos y menos como personas.



Marcos Gonzalez Gava